Por Alexa Gallardo.  A mediados del siglo XIX la revolución industrial provocó el nacimiento de la industria alimentaria como la conocemos. La mecanización del trabajo, éxodo rural, la incorporación de la mujer al trabajo y descubrimientos agrícolas relacionados a la producción de cultivos masivos provocaron un crecimiento económico sostenible en la industria dando como resultado las primeras grandes empresas alimentarias.
La Revolución Verde, por otro lado, fue el periodo que comenzó luego de la Segunda Guerra Mundial marcado por el incremento significativo de la productividad agrícola en Estados Unidos principalmente a través de la introducción de plaguicidas, fertilizantes, antibióticos, tecnología genética y producción robotizada.
El inicio de la industria de alimentos plantea un problema a nivel alimentario al cambiar las prioridades de los consumidores al momento de elegir sus alimentos. Y por consumidores, en realidad, se refiere a las mujeres. La dueña de casa ha sido siempre el mercado objetivo de la industria alimentaria al ser quien decide dónde se invierte el presupuesto familiar asociado a la alimentación.
Sin embargo, la última ola del feminismo ha desprendido el rol doméstico al que se ha sometido a las mujeres de manera histórica, escapando de la cocina para poder desarrollarse de manera personal fuera de las funciones impuestas por el patriarcado. Al menos de una de ellas, la cocina. Pero la búsqueda es hacia la igualdad, no a invertir los roles. Por lo tanto, en el contexto urbano, nadie tiene el compromiso actualmente de sostener y mantener la herencia culinaria que tantos siglos sostuvo la percepción de lo que debemos comer. ¿Qué comer? ¿Cuándo comer?, ¿Cómo comer? o ¿Qué NO comer? son preguntas que actualmente buscamos resolver a través de un experto. La multimillonaria industria de la dieta junto con los alimentos ultraprocesados, nos plantea supuestas “soluciones” a estas preguntas exclusivamente desde el consumo individualizado del alimento.
Buscamos dietas específicas, resultados rápidos con énfasis en la imagen corporal, alimentos o regímenes con evidencias científicas, súper alimentos, suplementos sintéticos e incluso ingredientes mágicos.
Las preguntas son las mismas, pero las respuestas han ido cambiando y de alguna manera globalizandose. Estamos decidiendo qué comer basándonos en valores capitalistas. El marketing alimentario utiliza la publicidad para influenciar el consumo como con cualquier tipo de producto, pero el consumo alimentario tiene límites fisiológicos que al verse alterados generan enfermedad y al igual que la industria del tabaco, la publicidad no incluye los efectos nocivos o consecuencias que trae consumir una dieta basada en las soluciones propuestas por la industria, confiamos en que los productos son saludables basándose en características de inocuidad, minimizando por completo la nutrición.
“Ahorrar tiempo” es uno de los valores agregados que más éxito ha tenido en el marketing alimentario. Después de todo, necesitas ahorrar tiempo en la cocina para alcanzar a alimentarte en la media hora de colación en tu turno de siete a ocho horas. El problema es del individuo y se resuelve al priorizar el tiempo productivo por sobre el de cuidado personal al momento de comer.

Pero cuando el valor de ahorrar tiempo reduce el valor nutricional, ¿a qué le estás
dando valor realmente?

Sabemos que el impacto más directo de lo que comemos es en nuestro cuerpo a través de la nutrición. Desde esta perspectiva todo lo que decidimos incorporar a nuestro organismo nos afectará de una manera u otra manifestándose en diversos estados de salud, por lo que decidir qué comer se transforma en una herramienta de autocuidado y responsabilidad sobre nuestros cuerpos y de quienes somos responsables como cuidadores ya sea de infancia o personas dependientes. Pero ¿es acaso el único impacto que genera nuestra alimentación?
Cuando evaluamos el costo de un producto nos limitamos a la información de las etiquetas, que no incluyen la cadena productiva de un alimento.
El consumidor sólo ve el precio y lo compara al alimento fresco y decide reemplazar el trabajo de preparar y pre elaborar la materia prima por el de abrir una bolsa de plástico que viajó kilómetros en camiones de congelación que utilizan combustibles fósiles, luego de que otra persona, en la planta de producción, hiciera el trabajo previo con derechos básicos mínimos laborales.
Limitar la alimentación al impacto personal, individualiza las decisiones al momento de adquirir un alimento. Incluso cuando se es consciente del consumo propio en otros tipos de productos, las decisiones parecen ser dirigidas por valores capitalistas que no consideran el costo ambiental, social y económico en los alimentos. Decisiones, que al tratarse de comida, se toman todos los días, varias veces al día.
El folklore alimentario son pautas específicas de alimentación que resuelven de forma orgánica y cultural todas las inquietudes sobre nutrición y cocina que hoy en día parecieran ser tan complejas.

¿Qué comer? ¿Cuándo comer?, ¿Cómo comer? o ¿Qué NO comer?

Son preguntas que han sido respondidas hace siglos de historia colectiva, en las recetas “de la abuela”, en la herencia culinaria perdida. Lo que llamamos “cocina tradicional” es lo que come una determinada población y representa la relación política, económica, biológica y cultural de una determinada región.
Las recetas heredadas por generaciones son el resultado de siglos de ensayo y error que perfeccionaron de manera transversal la forma de comer según los recursos disponibles según zona, estación y mercado.
Pero el problema no es individual. Responde a un modelo que lucra desde las necesidades básicas de existencia y privatiza incluso la basura, priorizando el desperdicio alimentario sobre la vida humana de quienes viven con hambre.
Según la OMS, existen más de 800 millones de personas en situación de hambre en el planeta aún cuando, según la ONU, el desperdicio de alimentos anual supera los 900 millones de toneladas, este tipo de incongruencia productiva que afecta la Salud Pública a nivel global sólo puede ser explicada a través de las inequidades en la distribución de los recursos.
En relación a estas problemáticas es que surgen agrupaciones y tendencias alimentarias que buscan promover un consumo responsable de alimentos. Junto con una resistencia social, que de manera informal o formal busca la reconfiguración de las alianzas locales entre productores y consumidores promoviendo el trato directo y la producción local, replanteando valores alimentarios alternativos que involucran aspectos nutricionales, ambientales, económicos y sociales.
A nivel individual, desarrollar una ética alimentaria que considere el impacto transversal de los alimentos que consumimos es una de las formas más importantes de activismo al dejar de financiar monopolios que controlan la cadena agroalimentaria en el mundo. Esta ética puede ser practicada al comprar alimentos producidos de manera local, de estación y frescos. También al revalorizar la cocina como resistencia a la industria de ultraprocesados y en el caso de comprar, preferir productos fabricados de manera local con ingredientes cultivados en la misma región.
Esto sin dejar de exigir, de forma paralela, la construcción de políticas integradas que aseguren la coherencia de políticas sectoriales que respondan a los desafíos actuales de desnutrición y malnutrición desde la realidad local hasta los sistemas productivos globales.

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Alexa Gallardo es Técnico de Nivel Superior en Gastronomía Internacional. Luego de trabajar durante casi una década en cocinas de alto nivel de restaurantes y hoteles por Chile, ser propietaria de un local pequeño y dedicarse a la docencia de la misma carrera en una institución nacional de educación superior (INACAP), decidió ampliar su foco personal por la comida y la alimentación hacia los aspectos sociales, económicos y políticos dedicando su conocimiento y capacidades culinarias a la difusión de la cocina doméstica, nutrición y ética alimentaria. Actualmente estudia Nutrición y Dietética en la Universidad de Tarapacá y sus intereses están en el desarrollo de políticas públicas alimentarias y el patrimonio culinario. 

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Las opiniones vertidas en esta columna son de exclusiva responsabilidad de sus autores/as, no representando necesariamente la opinión del Observatorio de Políticas Públicas Regionales.